La mercancía

LA MERCANCÍA

La ciudad se tornaba oscura. Éramos pocos los que seguíamos la tradición. Como cada noche, hiciera frío o no, nos juntábamos bajo el Puente de la Avenida a contar nuestras viejas historietas.
Fede parecía algo cansado, tenía el rostro pálido y temblaba sin cesar. Le intenté sonsacar más información acerca de su estado anímico, pero sin éxito alguno.
Fuimos los primeros en llegar, así que decidimos ir empezando. Cada jueves era "fiesta" para nosotros, nos daban el día libre y por ello lo aprovechábamos al máximo. No todos los días se salía de aquella maldita cárcel. Preparé la mercancía bajo las mantas y me serví algo de limonada con hielo.
Escuché a mi compañero delirar. Hablaba sólo. A voces. Decidí acercarme a echar un vistazo. Encontré a Fede sentado entre las sillas, agazapado, meciéndose y repitiendo una y otra vez los mismos vocablos.
Sacudí con firmeza el torso inerte del muchacho, intentando que volviera en sí.
—Te dije que no lo probaras —grité irritado—. Mírame, reacciona. Te necesito.
De repente, una espuma blanca comenzó a brotar de sus labios. Los ojos se volvieron opacos. Sin vida. El cuerpo de Fede inició un proceso de espasmos que resultaba difícil frenar. Opuse resistencia contra él. Un suspiro final me indicó que todo había acabado.
Comencé a sudar y los mareos que estaba sintiendo me hicieron ver doble. Tenía que poner un plan en marcha. Cuanto antes, mejor. Bajé colina, en busca de un pedrusco que hiciera las veces de peso. Una vez tuve el cuerpo de Fede listo, lo hice rodar por la ladera y cuando llegué a la ribera le dediqué una últimas palabras.
—La próxima vez aprenderás que los excesos no son saludables. Buen viaje.
Sin más empujé el bulto que se fue hundiendo al ritmo de los vaivenes del río.


MARTA MORALES

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