LA JOVEN DEL VESTIDO BLANCO


Caminaba por la playa unos pasos delante de su madre, ambas vestían de blanco para neutralizar levemente los calores de la canícula. El mar azul intenso del Mediterráneo, lleno de vida, mostraba las cenefas de puntillas espumosas en las pequeñas olas que rompían con suavidad en la arena, lo mismo que si una mano amorosa las sujetara no permitiendo alterar el descanso roto únicamente por aquel murmullo adormecedor del agua.

Como un cuadro de Sorolla, el vestido impoluto de la joven, resaltaba entre la luz deslumbrante de aquel día de verano. Su larga falda, dejaba ver unos escarpines del mismo color, el chal de transparente gasa blanca, se mecía suavemente con esa brisa especial sólo percibida en las ciudades marineras mientras resbalaba perezoso desde los hombros hasta la cintura sujeto por los brazos torneados de la joven, que asía con firmeza en una de sus manos la pamela de rafia adornada de una cinta azul añil alrededor de la copa, al tiempo que, unas violetas, aseguraban el tímido doblez del ala. Su peinado, recogido en la parte alta de la nuca, se deshacía a merced del viento juguetón con unos rizos escapados de entre las horquillas.

La joven mujer, era dueña de una naricilla respingona, demasiado acariciada por el sol causante de una marca roja sobre ella y en la parte alta de las mejillas. Me entusiasmó su porte sereno…, suave…, hermoso.

Me enteré de su nombre cuando la madre, que aguantaba con menos entereza los embates del viento, la llamó al escapar su sombrero y echar a rodar playa adelante.

-¡Marianela... Marianela...! ¡Mi sombrero...!

La joven, miró el vuelo de la pamela por la arena, con unos ojos que me parecieron pardos dejando aparte, por unos momentos, el sueño que los entretenía en imaginaciones de hermosas esperanzas. Rió con carcajada limpia, mientras mostraba sus dientes blancos y parejos al tiempo que perseguía el sombrero, el cual, circunstancia inesperada, fue a parar a mis pies. Nuestros ojos se encontraron y si al verla por primera vez me pareció salida de un cuadro de Sorolla, en la cercanía, su aspecto era el de un ángel bajado de aquel cielo azul sin nubes, un ángel enviado por un Dios compadecido por mis plegarias y mi soledad.

Cogí la pamela entre mis manos y se la entregué sin poder cambiar la vista de aquellos ojos del mismo color del cielo... o del mar... o de ambos... o de ninguno... porque nunca he podido darle nombre a ese color tan especial. En una osadía nunca comprendida y que, precisamente por esa incomprensión, he creído siempre predestinada, le dije, al ver como ella prestaba atención al caballete y a mi paleta de pinturas:

-¿Me permites que te pinte, Marianela?

Ella observó el boceto presentado en el lienzo y sorprendida, exclamó:

-¡Esa soy yo...!

Sonreí ante la dulzura alegre de aquel rostro que me había enamorado.

-Sí- dije.

Quise decir más, ampliar mis explicaciones sobre el efecto causado en mi ánimo de pintor por su figura paseando por la playa, pero tontamente, me quedé mudo.
No sé que pasó por su mente, sólo bailaron unas chispitas traviesas más sonrientes que su boca en aquellos preciosos ojos almendrados. Luego oí que decía...:

-Sí... me gustaría que usted me pintara...
Así fue como me enamoré de Marianela. No sé decir el motivo por el cual lo recordaba ahora... Tal vez, la misma o parecida circunstancia en una ciudad marinera… Yo, pintando frente a mi caballete, la paleta en una mano, el pincel en la otra, el lienzo en espera de unas manchas de caprichosos colores… El recuerdo enredado de los años pasados…, y nuestros hijos bañándose en la orilla bajo la mirada atenta de la esposa y madre amada, mi querida Marianela. 

 MAGDA R. MARTÍN.

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