Jamás, jamás he dejado de ser tuya


Hong Kong, 1995.

María Alejandra se levantó esa mañana a las cinco y media, como hacía desde el día que salió de Panamá, seis años antes, llevando una urna con cenizas, un corazón destrozado por el dolor, el recuerdo de siete noches de pasión y una sorpresa en el vientre, que le daría el ánimo para continuar con su vida.

—Mariana, levántate, —llamó a una nena de seis años que dormía en la habitación contigua. —Es hora de que tomes el autobús para ir a la escuela.

—Mami, tengo sueño, cinco minutos más —rogó la nena tapándose la carita con la sábana.

—No puedo, mi amor. —Le quitó la sábana de la cara —Tienes que ir a la escuela, todo sacrificio tiene su valor después, como te he dicho.

La nena se levantó soñolienta, para lavarse los dientes, la carita y entrar a la ducha a bañarse, mientras su madre hacia el desayuno.

María recordaba cinco años antes, lo vivido aquel mes de diciembre que le cambio la vida a tantas compañeras suyas. Y como cambió la suya.

Panamá, diciembre 1989

Eran las diez de la noche y un grupo de comandos del grupo de resistencia ALAS DELTA, conocido como DELTA REACCION INMEDIATA, llegaba a las afueras de la Comandancia de las Fuerzas de Defensa, antigua Guardia Nacional, en los años anteriores al régimen militar que primero dirigió el General Omar Torrijos y últimamente el tristemente célebre General Manuel Noriega.

— ¿Qué hacemos ahora?— preguntó Magdalena a la que conducía el Nissan Urvan que las transportó al lugar.

—Vayan a los edificios adyacentes, no se metan en ningún apartamento, vayan directamente a la azotea. —fue la orden. —Allí se acuestan en el suelo o se apostan en algún muro, mirando hacia dentro.

— ¿Y luego? —inquirió la chica que deseaba hacer las cosas sin errores. Era una misión con un 99% de fracaso y un 1% de éxito. El trabajo en equipo era importante.

—Cuando localicen a los plagiados, comuniquen por radio en qué posición están y si hay más gente con ellos. —Replicó la que conducía —Las que están en los muros laterales tendrán la señal para entrar.

En los muros laterales estaba María Alejandra Vega Martínez. Tenía dieciocho años, había ingresado con dieciséis, debido a una triste circunstancia con su madre y su padrastro. Raíza, una de sus amigas del colegio, la inscribió y pidió que la admitieran pese a que en ese cuerpo no admitían menores de edad.

Paso con honores el entrenamiento, al principio se le asigno a la fuerza de choque que defendía el edificio donde se alojaban. Hasta mediados del año ochenta y ocho. Un grupo de oficiales británicos se sumaba a la causa para defenestrar al dictador. Uno de ellos era el padre de Mariana, su hija.

Callum Sloan Grierson, comandante de la Royal Navy, era su asignación. Alto, de casi un metro noventa de estatura, atlético, como todo marino inglés, piel muy blanca, tersa, casi de terciopelo. Al conjunto se unían un rostro varonil cuya expresión podía cambiar a inocente, astuta, cruel, tierna, y la mayoría de las veces apasionada y sensual.

Mientras esperaban la orden de entrada, no podía evitar recordar cuando se vieron por primera vez. Un error afortunado, según él. Ojos color miel quemada, que podían ser ingenuos, fríos como el hielo o ardientemente apasionados. Solo tuvieron que intercambiar miradas para que ambos quedaran ligados con un hilo invisible.

Lo que ocurrió después de ese día, fue un sutil juego de voluntades definidas y fuertes. El buscando conquistarla y ella resistiéndose. Hasta el 3 de octubre de ese año, en que se dio el primer intento de golpe de estado al gobierno militar. Un grupo de oficiales, intento convencer al General Noriega que se acogiera a retiro.

Lo que siguió después fue un baño de sangre, un rescate de película y una verdad que desde el momento que la descubrió, combatió con todas sus fuerzas. Se había enamorado irremediablemente de él. Y lo que temía era que las comandantes del grupo lo supieran. Si se enteraban, estaría perdida.

Un pitido en su radio comunicador Motorola, la devolvió a la realidad. Era la señal convenida para entrar en el lugar. No era el único grupo plagiado. Y solo contaban con menos de tres horas para rescatar y salir de ahí antes que las cosas se pusieran feas.

—Ya, tenemos que trepar por el muro. No quiero imaginar que estén haciéndoles estos bárbaros.

—Hay que buscarlos incluso debajo de las piedras —respondió amarrando una cuerda al piolet de alpinista que le dieron para escalar y amarrando el otro extremo al gancho de metal de la correa de su uniforme gris. —Espero encontrarlo sano y salvo, por que como no sea así, me cargo a todos los que me encuentre al frente.

— ¿Oye, es cierto lo que se dice? —Interrogó Maxi —Se cuenta que andas caída con el británico.

— ¿Quién te dijo eso? —inquirió Marialex con cara de susto. —Eso no es cierto.

— ¿No, eh? —Se burló — ¿Y esa palidez qué, es fatiga? —continuó pinchando a su compañera —A otro perro con ese hueso, Alex, te conozco bacalao.

—Maxi, así andamos la mayoría. —comentó ella. —Estos hombres son tentación con piernas.

Junto con el resto del grupo, escalaron los muros. Las otras estaban en los edificios adyacentes apostadas en las azoteas, eran las veintiún horas con treinta minutos. Transcurrió media hora, antes del rescate.

—Este silencio no me gusta. —Advirtió —Haz oreja, pueden tenerlos en cualquier parte de este lugar, torturados, heridos o quizás…

—No vine hasta acá por nada—replicó María Alejandra, sacando un cuchillo de una funda tras el muslo derecho. —Dije que salía de aquí con Callum vivo, o no regresábamos. Y pienso cumplir mi promesa.

Y como un bólido se lanzó hacia las escaleras de la comandancia, ella sola. Después de la gravedad de su madre, pocas cosas le importaban ya, iba a jugársela por aquel que hizo que su corazón cubierto por un carámbano de hielo, se descongelara.

No le costó nada encontrarlo, en una habitación con una puerta de metal que parecía ser de una celda preventiva con una rejilla en el suelo. No había ruidos. Con el alma en un hilo, el arma en la mano pronta a sajar la garganta del que hubiera lastimado al que le devolvió las ganas de vivir, toco la tranca de la celda, curiosamente estaba abierta.

Entro, dispuesta a encontrar lo más sangriento, un cadáver roto, torturado hasta lo indecible. En su corazón rugía una tempestad. Y lo vio, atado, semi desnudo en una silla, en espera de sus torturadores.

Fue el rescate más fácil, porque ninguno se acercó a la celda a intentar impedir su salida. Después de una rápida revisión, el se puso el uniforme que le dejaron, que ni siquiera se preocuparon en llevarse, para evitar su salida de la instalación. Estaban en la desbandada, ya sabían que venían por ellos.

Realizada la misión, ella se enfrentó a algo todavía más cruel. La muerte de su madre en el Hospital Oncológico. La llamaron unos minutos antes de salir de la comandancia para que fuera al lugar, ya que su madre estaba grave. Lamentablemente, llegó tarde.

Callum se hizo cargo, estaba tan apasionado por aquella valiente muchacha, que no podía hacer otra cosa que intentar mitigar el gran dolor que sentía. Estuvo a su lado incluso en el funeral de su madre.

—Esto no era el final que quería para ella. Murió sola, sin mi presencia.

—No te culpes, te hiciste cargo de su tratamiento hasta el último día. Ella no te va a juzgar por eso.

El veintitrés de diciembre, la noticia de la rendición del general y su posterior refugio en la Nunciatura Apostólica, lleno de angustia e incertidumbre aquellas almas rebeldes, que luchaban por la libertad de su patria. Y llego la Nochebuena, Maryland reunió a las que tenían asignaciones, de las cuales conocía como estaban sus sentimientos.

—Esta noche y las siguientes, quedan relevadas de las reglas que les dicté al principio. Lo que deseen hacer no será cuestionado ni criticado, hagan lo que les dicte sus corazones.

Callum tomó la palabra. Hacía tiempo que la deseaba, cada vez que evitaba que lo mataran hacia que esta se clavara en su alma y en su corazón. Y se le acerco para murmurarle seductor al oído.

—No vas a huir de mí esta noche. —su voz cayó sobre su corazón como miel caliente. —Voy a agradecerte apropiadamente todas y cada una de las veces que has salvado mi vida. Vas a ser mía, lo quieras o no.

No pudo resistirse, fueron siete noches, pasión desenfrenada, entrega interminable, se mostró como era realmente. Contrario a la fama de los ingleses, de fríos, flemáticos, controlados hasta la exageración, este era más ardiente que el mismo fuego. Y ella respondió igual, pese a su inexperiencia, a él lo conmovió profundamente su virginidad, tanto que se entrego total y ardientemente a ella.

Vino la despedida. Una despedida desgarradora, cuando lo que él deseaba era llevársela a Londres y de ahí a su agreste planicie escocesa de las tierras bajas, donde tenía su casa antes de que su madre muriera.

En Hong Kong, descubrió que Callum le había dejado un regalo. Ese regalo se llamó Mariana Lucía Vega Grierson. Una nena de cabello castaño y ojos negros, con la misma mirada y gestos de su padre. Mirarla era verlo a él.

Se prometió que tendría una vida diferente a la que tuvieron ellos, que eran hijos de hogares con problemas disfuncionales, lo cumplió al pie de la letra, jamás descuido su deber de madre. Pese a su juventud y belleza no le faltaron pretendientes, más ella los rechazó a todos.

—No habrá otro hombre en mi vida. El único que puede tocar mi cuerpo y llevarme a la cama se llama Callum Grierson, el padre de mi hija. No hay otro que pueda reemplazarlo.

Mientras llevaba a su hija al colegio aquella mañana, pensaba que algún día, no muy lejano, Callum volvería a su vida y a la de su hija. Y serían la familia que ella siempre soñó. Mientras viviera la esperanza no moriría.




Alejandra Esther Díaz

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