En cuanto dieran la señal empezarían los empujones y las prisas, los codazos y las carreras... y todo para qué, para que cuando llegaras a cualquier lugar del recinto tuvieras que encararte con unos matones para ocupar “su espacio”, acabaras sudando de hacer tanto ejercicio o sintieras como unos ojos amenazadores y expectantes como búhos vigilaban todos y cada uno de tus sospechosos movimientos, como si allí encerrados fuéramos a atracar algún banco o poner un kilo de explosivos. A pesar de todo ello era tiempo de descanso, de escapar de nuestras celdas y sentirnos “libres”, de hablar acerca de cualquier tema banal con el que tenías al lado o de degustar una deliciosa manzana que debía llenarte el estómago hasta la hora del almuerzo.
Sin embargo no nos quedaba otra cosa, era nuestro consuelo, el rato que nos mantenía ilusionados desde que nos despertaran sacándonos cruelmente y sin contemplaciones de nuestros camastros, como si un ataque nuclear se cerniera sobre nosotros.
Absorto en éstos, mis pensamientos, no me percaté de que sólo unos segundos me separaban de mi amarga libertad transitoria, y fue entonces cuando sonó un ruidoso y desagradable timbre que me recordó a mi despertador y el maestro de matemáticas anunció para regocijo de todos:
Hasta aquí la lección de hoy chicos, os veo mañana.
Dudo que ninguno oyera sus últimas palabras, todos estaban ya con la mente en otro sitio. El recreo había comenzado.
ÁLVARO CALVETE AGUILAR
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